domingo, 4 de marzo de 2018

El cazador








                             EL CAZADOR

     


   El chico guarda silencio, no responde al ¡hola chaval!, y sale con su hermana al terreno baldío que hay frente a la casa; sabe que no pueden entrar hasta que avise su madre. Entretiene la espera apuntando, sin disparar, a los lagartos que asoman entre la maleza o de debajo de las piedras.
   El abuelo le enseñó a matar con el tirachinas a las culebras, lagartijas y lagartos que diezmaban el escuálido huerto. Como no eran ricos aprovechaban todo: la cámara de una rueda de bicicleta abandonada para las bandas de goma, un trozo de caucho de la lengüeta de unas inservibles zapatillas de deporte, lo que se terciara; también le mostró cómo trenzar el esparto para hacer una soga fina. Ahora que no está el abuelo, ni hay huerto que defender, ya no mata a los bichos. Tira a las latas vacías colocadas en fila, con tal puntería, que estas caen como si fueran naipes de una baraja. Los lagartos se han acostumbrado al seco sonido y ya no se esconden. Utiliza un silbido para cada uno de ellos, los de gran tamaño parecen dragones verdes; ora un chiflido largo acompañado de dos cortos; ora uno suave y prolongado, casi siseo.
   —Mira, ahí está Simonyi —señala la niña.
   —No es Simonyi, es Salmor, y la hembra que está a su lado Galliota, pero no hay que molestarla, te puede morder, está a punto de poner los huevos.
    —¿Va a tener hijitos Galliota?
   —¿No recuerdas cuando hace poco se le acercó Salmor inflando la garganta?, movía su cabeza de arriba abajo como diciendo que sí muchas veces y después se subió a ella y le mordió el cuello, ¿te acuerdas?
   —Sisisisisi —repite la niña dando cabezadas y síes.
   —Pues ya sabes lo que pasa siempre después, en un mes más o menos pondrá huevos.
   —¿Cuánto tiempo tiene un mes?
   —Cuatro semaaanaaas —responde el chico con paciencia alargando las aes de la semana.
   —Y la semaaana ciiinco días, ¿a qué sí? ─enseña su pequeña mano de cinco días.
El hombre sale acompañado de la mujer.
   —Me llevo a tu hermana, vuelvo en un rato.
   El chico no contesta a su madre. El coche en el que se alejan deja tras él una densa polvareda. Los lagartos vuelven a salir de sus escondrijos y rodean al muchacho mientras  pela una rama seca en forma de horquilla; con la navaja desbroza la corteza y, una vez limpia, recorta con cuidado una ranura en cada extremo superior para ajustar las dos bandas de caucho. Le resulta más fácil pensar cuando mantiene las manos ocupadas.
   Cuando por fin regresan madre e hija, la pequeña se sostiene el bajo vientre quejándose de que le duele.
   —Te dije que no comieras tantas porquerías, ¿te lo dije o no te lo dije? —grita la madre malhumorada a la vez que guarda en un bote de metal unos cuantos billetes.
   —¿Dónde te duele? —le pregunta el hermano.
   —Por aquí —señala.
   El chico  confía en llegar a tiempo a la celebración de la misa del domingo.  Lleva su mejor honda en el bolsillo trasero del pantalón. Camina con pasos firmes. Una fila de lagartos tras él, una larga sombra verde a sus espaldas.
   El sacerdote besa el altar y da la bendición.
   In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
   Los lagartos se sitúan en los pasillos laterales. Los fieles se levantan de sus asientos, hacen la señal de la cruz.
   Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, que domine a los peces, a las aves, y a todo animal terrestre.
   Los lagartos avanzan hacia el altar. Un niño le dice a su padre que hay bichos en el suelo, el padre le advierte de que en la casa del Señor hay que guardar silencio. Uno de los lagartos le guiña su tercer ojo al niño, un ojo parietal, y el niño le guiña el suyo de un solo párpado. Un pacto.
     El oficiante se lava las manos en un aguamanil de plata mientras entona salmodias.
   El muchacho se parapeta detrás de una columna cercana al púlpito. Extiende el brazo izquierdo sujetando con firmeza la base del tirachinas; el derecho a la altura de la mejilla. Codo, antebrazo y horquilla  en línea recta con el objetivo. Cierra un ojo, apunta y tira.
     Per omnia saecula saeculorum.
   La piedra sale disparada hacia el altar y se clava, certera y justa, entre los dos ojos del hombre que cae desplomado, parece un cuervo abatido. El resto del trabajo lo hacen los lagartos.


                                   Isabel Caballero